viernes, 5 de agosto de 2022

extendida

 ¿Alguna vez has ido de copiloto en el coche y has colocado tu mano extendida fuera de la ventana? Cuanto más rápido ibas, más soplaba el viento tu mano, tu antebrazo y lo llevaba hacia atrás. Sin embargo, cuanta más lentitud, tu mano se sostenía sobre sí misma. Esto es en lo que estoy pensando mientras conduces. En la presión del viento en mis dedos, como si me pudiese dejar de llevar aunque fuese solo con esa parte de mi cuerpo. Se inclina y vuelve, desciende y sube. No puedo apartar la mirada mientras el paisaje se desdibuja. De pensar en que estoy dejando que se mueva sin predecir mis acciones. No es algo usual en mí. 

No sé dejar de querer a alguien. Me doy cuenta de eso mientras pasamos por mi playa favorita. Quizás dejar de querer tiene que ver a algo parecido a lo que hace mi mano, dejarse llevar. Parece un estupidez. Pero si mi mano se inclina hacia atrás veo el campo en el que acampábamos, el paseo en el que patinaba y casi me caigo, el olor a mi pueblo en los árboles, me veo en tantos escenarios que se me juntan y siento que voy a colapsar. Entonces consigo enderezar la mano y volver a donde estoy. Vale, sigo dentro del coche. Hago un esfuerzo para que el viento no me lleve de nuevo hacia atrás pero lo hace. Vuelvo a querer lo que no tengo, no sé dejar de hacerlo. 

Por eso, dejo que se incline como quiera. Inercia, distensión. Igual el problema no es volver atrás, sino quedarse ahí. Igual la fórmula para dejar de querer es no pretender hacerlo. No debía evitar que mi mano fuese hacia atrás por la única razón de que era el impulso que la hacía poder conseguir la estabilidad.





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