viernes, 29 de septiembre de 2017

Evolución

A veces hay que decidir.

Aunque eso conlleve tener
que, por una vez, escogerse a uno mismo
como prioridad.

A veces hay que pensar si ciertas
cosas te compensan,
si el dolor son segundos y
la felicidad es infinita,
o por, el contrario, inundamos mares
de momentos que
nos gustarían que hubieran sido de otra forma.

Y cómo deshacerse de las
imágenes, de los sentidos,
y cómo atender a la razón
y a lo verdadero.
Cómo admitir ante ti mismo que
no es igual que antes,
que debe llevarse el viento, el tiempo,
el no ser, lo que sea,
esto de lo que tú ya no formas parte.

Porque no eres la misma persona.
Ahora te escuchas. Y pides a gritos
lo que estás negando. Necesitas algo.
Que, nuevamente, te llene de ilusión,
con lo que aprendas lo bueno que es
llenar una ignorancia de sabiduría,
donde desconectes de lo que no te gusta,
de lo que aborreces, de lo que no
llega a ti porque estás muy lejos,
porque estás donde justamente
te sientes cómoda para expresarte como quieras.

Que la niebla no cubra mis sentidos
dejando ver que algo nuevo se esconde tras ella.
Que no me miren llorando
y les tenga que explicar que tan sólo
estoy haciendo un nuevo poema.

Y una parte se vuelve difícil, complicada.
De dejar años de risas, fotografías sin
enmarcar, de personas que dejan su esencia,
de personas, de personas, y personas,
de esa persona.
Y otra parte exige salir por el mismo lugar
por el que una vez entraste, sin mirar atrás,
sin echar de menos, como una experiencia,
sin más.

Y no sé.
Las cosas cambian.
Debemos hacérnoslo saber.
Y es tan necesario, que lo hagan.
Y da, consecutivamente, tanto miedo.

Pero, miedo, a qué.
¿Y si realmente lo que nos asusta
no es el cambio,
si no saber que nosotros mismos somos
los que estamos provocándolo?
Y si, quizá,
lo que realmente nos atemoriza
es pensar
que con tantos cambios podríamos
acabar
dejando todo exactamente igual que en un principio.






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